[ fragmento]

Fragmento del audiolibro (de otra parte del libro).


Faustino Rivera se volvió al hombre a su izquierda, repitió la orden y el otro partió. ¿Por qué no lo tiran al suelo y lo matan como a un perro antes que aclare y podamos vernos las caras? ¿Para qué tanta demora? pensó inquieto pues cada momento había más luz en el patio. El prisionero levantó la vista y los miró uno por uno con ojos asombrados de agonizante, deteniéndose en Faustino. Lo reconoció, sin duda, porque alguna vez jugaron a la pelota en la misma cancha y allá estaba el otro de pie sobre los charcos helados con un fusil en las manos que le pesaba como un yugo, mientras él estaba acá esperando. En eso llegó la silla y el Teniente ordenó atarlo al respaldo, porque se tambaleaba como un espantajo. El cabo se acercó con un pañuelo.

—No me vende los ojos, soldado— dijo el prisionero y el otro bajó la cabeza avergonzado, deseando que el oficial diera la orden pronto, que esa guerra acabara de una vez, se normalizaran los tiempos y él pudiera ir por la calle en paz saludando a los paisanos.

—¡Apunteeen! ¡Arrr…!—gritó el Teniente.

Por fin, pensó el Cabo Primero. El que iba a morir cerró los párpados por un segundo, pero volvió a abrirlos para ver el cielo. Ya no tenía miedo. El Teniente vaciló. Desde que supo lo del fusilamiento andaba demacrado, le martillaba en la mente una voz antigua proveniente de su infancia, tal vez de algún maestro o de su confesor en el colegio de curas: todos los hombres son hermanos. Pero eso no es verdad, no es hermano quien siembra la violencia y la patria está primero, lo demás son pendejadas y si no los matamos, ellos nos matarán a nosotros, así dicen los coroneles, o matas o mueres, es la guerra, estas cosas hay que hacerlas, amárrate los pantalones y no tiembles, no pienses, no sientas y sobre todo no lo mires a la cara, porque si lo haces estás jodido.

—¡Fuego! La descarga sacudió el aire y quedó vibrando en el ámbito helado. Un gorrión matutino voló aturdido. El olor a pólvora y el ruido parecieron eternizarse, pero lentamente se instaló otra vez el silencio. El Teniente abrió los ojos: el prisionero estaba en la silla mirándolo erguido, sereno. Había sangre fresca en la masa informe de sus pantalones, pero estaba vivo y su rostro era diáfano en la luz del amanecer. Estaba vivo y esperaba.

—¿Qué pasa, Primero? —preguntó en voz baja el oficial.

—Disparan a las patas, mi Teniente— replicó Faustino Rivera—. Los muchachos son de la región, se conocen, ¿cómo van a matar a un amigo?

—¿Y ahora?

—Ahora le toca a usted, mi Teniente. Mudo, el oficial terminó de comprender, mientras el pelotón aguardaba observando el rocío que se evaporaba entre las piedras. También el fusilado esperaba al otro extremo del patio, desangrándose sin prisa.