[ fragmento]

El 10 de diciembre, muy temprano, Rachel y el coronel llevaron a Samuel a la estación del tren. Rachel se movía como sonámbula, aturdida por una dosis excesiva de la droga de Steiner. El día anterior había sufrido una crisis de pánico tan alarmante, que Volker llamó a Steiner. El farmacéutico se encerró con ella en la habitación y la conminó en los términos más enérgicos a calmarse, porque no podía contagiarle su estado de ánimo a su hijo. El pequeño estaba haciendo un esfuerzo encomiable por mantenerse sereno y ella debía ayudarlo, no tenía derecho a quebrarse delante de él, le dijo. Después le inyectó un poderoso somnífero, que la tumbó por nueve horas. Entretanto el coronel preparó la pequeña maleta de Samuel con la ropa que le había comprado, bastante holgada para que le durara lo más posible. Le puso diez marcos en el bolsillo del abrigo nuevo y le prendió una de sus condecoraciones de guerra en la solapa.

–Es una medalla al valor, Samuel. La obtuve hace unos años en la guerra

–¿Para mí?

–Es un préstamo, para recordarte que debes ser valiente. Cuando sientas miedo, cierra los ojos, frota la medalla entre tus manos y sentirás una fuerza inmensa en tu pecho. Quiero que la uses hasta que nos volvamos a ver, entonces me la tendrás que devolver. Cuídala - le dijo el coronel con la voz cortada de pena.

Ese día se juntó una numerosa muchedumbre de padres con sus hijos en la estación. Había niños de todas las edades, incluso algunos que apenas caminaban e iban de la mano de otros algo mayores. Muchos de los más pequeños lloraban aferrados a sus padres, pero en general el ánimo era tranquilo y el orden, impecable. Docenas de voluntarias - casi todas mujeres - atendían cada caso, mientras guardias en el uniforme nazi observaban en la periferia, sin intervenir.

Rachel y Volker llevaron a Samuel hasta el control, donde una joven, que resultó no ser judía sino inglesa, comprobó que estuviera en la lista y le colgó su identificación al cuello. Le acarició la mejilla y le dijo amablemente que no podía llevar el violín, cada pasajero tenía derecho sólo a su maleta, no había espacio para más.

–Samuel nunca se separa del violín, señorita - le explicó Volker.

–Lo comprendo, casi todos los niños quieren llevar algo extra, pero no podemos hacer una excepción.

–A ese lo dejaron pasar - dijo Volker señalando a una criatura de unos tres años que iba aferrada a un osito de peluche.

La joven, azorada, procuró razonar con el coronel, ella sólo obedecía instrucciones. El tiempo apuraba, había una cola de niños esperando y se había formado un corrillo. Varias personas estaban impacientes por la demora y otras alegaban que no costaba nada dejar que el chico llevara su violín, mientras ella insistía en cumplir con el reglamento.

De pronto Samuel, que no había dicho ni una palabra desde que salieron de la casa, puso la aporreada caja en el suelo, sacó el instrumento, se lo acomodó en el hombro y comenzó a tocar. En menos de un minuto se hizo silencio en torno a ese niño prodigio, que llenaba el aire con los acordes de una serenata de Schubert. El tiempo se detuvo y por unos breves minutos magníficos, esa multitud acongojada por la inminente separación y la incertidumbre de sus vidas se sintió consolada. Samuel era pequeño para su edad y el abrigo, que le quedaba grande, le daba un aspecto de enternecedora fragilidad. Con los ojos cerrados, sacudiendo su melena al ritmo de la música, era un espectáculo mágico.

Al terminar, recibió el aplauso con su seriedad habitual y guardó el violín cuidadosamente en su estuche. En ese instante la gente se apartó para dar paso a una señora corpulenta, vestida enteramente de negro, que se acercaba, mientras su nombre circulaba en un murmullo: era la holandesa que había gestionado el transporte. Conmovida, la mujer se inclinó ante Samuel, le estrechó la mano y le deseó buen viaje. “Puedes llevar tu violín. Te acompañaré a tu asiento,” le dijo.

De rodillas en el pavimento, Rachel abrazó a su hijo apretadamente, tragándose las lágrimas y murmurando instrucciones y promesas que no podía cumplir, hasta luego mi amor, no te olvides de tomar tu leche y cepillarte los dientes antes de acostarte, no comas muchos dulces, debes ser respetuoso con las personas que te van a recibir, acuérdate de dar las gracias, te veré muy pronto, apenas vuelva tu papá vamos a reunirnos contigo, vamos a llevar a la tía Leah y tal vez a tus abuelos, Inglaterra es un país muy lindo, vas a pasarlo muy bien, te quiero mucho, mucho…

La imagen más pertinaz del pasado, que habría de permanecer intacta en la memoria de Samuel Adler hasta la ancianidad, fue su madre agitando un pañuelo en la estación, sostenida por el brazo firme del viejo coronel Volker, mientras el tren se alejaba. Ese día terminó su infancia.